miércoles, 12 de enero de 2011

"Correle Chamaco, Huye"

El siguiente texto fue publicado en Futbolsapiens.com por Elias Leonardo, simplemente lo comparto aqui porque sin duda merece ser leido:


En casa vivíamos muy pobres. Lo que papá ganaba apenas alcanzaba para tres panes que teníamos que compartir él, mi madre, mis tres hermanos y yo. Cuando el cielo se acordaba de nosotros dejaba caer la lluvia para que se cosecharan unas cuantas semillas que utilizábamos para hacer alguna sopa. Yo no era muy grande, pero sí consciente de nuestra realidad, así que le pedí permiso a papá para trabajar. “No, para eso tienes padre”, me dijo con un nudo en la garganta.

Dejé de ir a la escuela porque para llegar a ella tenía que atravesar dos pueblos, que en tiempo para cruzarlos era el equivalente a cuatro horas. Mi madre se cansaba de curarme los pies, siempre cortados, siempre sangrantes. Algo tenía que hacer para ayudar en casa y lo único que se me ocurrió fue perseguir cada mañana al panadero, que en su bicicleta me sacaba ventaja y no podía alcanzarlo (no veía como un pecado robar un pan). El hombre bajaba de la alta colina hasta llegar al pueblo siguiente, por lo que forzosamente tenía que pasar frente a la casa. Un día lo esperé y nunca pasó. Repetí la rutina toda una semana y el panadero no apareció.

Mi padre era plomero y un día la dueña de la casa, donde reparó una tubería, no tenía dinero para pagarle y en compensación le regaló una bola de cuero duro. Mi madre no lo pensó dos veces: tomó el cuchillo para destazarlo y hacerlo sopa… se lo impedí. Aquella bola dura se parecía mucho a otra con la que jugaban los niños de otros pueblos. La pateaban, corrían tras ella y había uno que se aventaba para detenerla con las manos, el portero.

Cada día, mientras esperaba al panadero, jugaba a solas con mi pelota. La pateaba hacía los árboles, me aventaba para cogerla cada vez que la lanzaba hacía arriba. Mis hermanos eran muy pequeños y apenas sabían caminar, por lo que aprendí a jugar solo. Una mañana vi que el panadero bajaba de la colina en su bicicleta, pero sin pan. Venía a rápida velocidad, con un rostro pálido; era el miedo mismo en sus rasgos. Antes de que le preguntara por qué se había desaparecido y dónde estaba el pan, me gritó “córrele chamaco, huye, nos van a matar a todos”.

Me aguanté el hambre y nunca comí de su pan, pero aquel hombre me salvó la vida. Corrí a casa para decirle a papá y mamá que nos iban a matar a todos. Pidieron que me tranquilizara y que les ayudara ocupándome de mi hermano pequeño, ellos cargaban unas cajas. “Es hora de irnos, esta dejó de ser nuestra casa. No perdamos tiempo, vámonos de aquí”, sentenció mi padre con una voz dura, seca. Y así fue que dejé mi pasado.

Años después debuté en la Primera División de Yugoslavia, con el Partizán. Poco duró el romance, pues un equipo mexicano vino a hacerse de mis servicios. Ofrecieron una cantidad que yo no podía rechazar, en ese momento me importó el dinero y una mejor calidad de vida para mis padres y hermanos. Sin saber nada de México ni hablar español, nos embarcamos a esa nueva aventura.

La guerra acabó con mi casa, con mi pueblo, con mi gente. Pero hoy agradezco que de no ser por ella no habría aprendido a hablar español, a jugar fútbol con un equipo y no a solas, conocí el compañerismo y sobre todo a portar con orgullo la camiseta del equipo que me devolvió la vida y nos regresó la dignidad, mis Pumas de la UNAM. Pero nunca olvidaré aquellas palabras gloriosas “córrele chamaco, huye…”. A la fecha no hay placer más bello que saborear un pan con toda tranquilidad; el pan es la vida misma.

*Una ficción dedicada a Bora Milutinovic, quien alguna vez relatara que lo primero que hizo en llegar a México fue ir a comer. A pregunta expresa de cómo fue ese momento, él respondió “la mesera me dijo ¿cómo quiere sus huevos?, y yo le dije que uno encima de otro, acompañados de un pan”.


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